Para un ensayo de la Universidad vi un filme particularmente hermoso y emotivo, se trata de “Los Coristas” del director francés Christophe Barratier, obra de 2004 que estuvo a punto de ganar el Óscar a la Mejor Película Extranjera. Quiero destacar algunos aspectos relevantes, derivadas de esta película, que pueden ser útiles para interpretar nuestra tarea como educadores, incluso en situaciones extremas. De esa película les señalo elementos centrales que nos pueden orientar en nuestra práctica pedagógica:
a.- Observar el error como una oportunidad de reparación y reencuentro.
b.- Conocer íntimamente a nuestros alumnos desde lo personal.
c.- Realizar proyectos conjuntos profesor-alumno que colaboren en la formación de la identidad personal.
d.- Trabajar con nuestros alumnos con firmeza y rigor, y también, con cariño y respeto.
Son estas claves centrales –podríamos nombrar otras- las que rescato particularmente en estas líneas y que sintetizan, en gran parte, un estilo educativo que nos puede ayudar a construir la educación que queremos. ¿Cuál es la educación que necesitamos?
jueves, 17 de noviembre de 2005
“Los Coristas” o la educación que queremos
lunes, 14 de noviembre de 2005
Identidad y Poesía
Una vez le preguntaron a un eminente profesor de literatura para qué servía la poesía si, al final, son solo palabras al aire. Y él contestó, “para enamorarnos”. Simplemente eso, enamorarnos de la vida, disfrutar del mundo de las palabras. Pero hay algo más en eso. Lo que somos lo somos porque lo decimos o, de otra manera, lo que decimos es lo que somos. Me explico. No es que haya algo llamado lenguaje que está fuera de nosotros y lo vamos aprendiendo y después lo usamos para expresarnos, no, no es así. Somos lo que decimos. Si estás siempre hablando desde la pena, tú eres esa pena. Si desde la alegría, somos esa alegría. Te has fijado que en muchas ocasiones nos acercamos -o arrancamos- de las personas según si manera de hablar o escuchar. La poesía es como la música que llevamos dentro, somos nuestra poesía. Te invito a explorar tu ánimo a través de un portal de poesía que muestra diferentes formas de ser, te invito a leerlo y comentar. Cuando te sientas identificado con alguno, ¡ojo!, allí está tu música interior, la forma en que ves la vida, que es tuya y, por ser tuya, la puedes cambiar, transformar, desarrollar o, simplemente, disfrutar.
lunes, 7 de noviembre de 2005
Comentario de "El Ladrón de Bicicletas"
Un mundo sin opciones
“El Ladrón de Bicicletas” (1948), película de Vittorio de Sica, enmarcada en la corriente neorrealista del cine italiano de posguerra, es la historia de una tragedia. En lo central, la impotencia de un hombre ante las circunstancias de la vida que, a pesar de todos sus esfuerzos, termina hundido y, no solo en la miseria económica, y en el duro reconocimiento de su incapacidad para mantener a una familia, sino también, y sobre todo, en la pérdida total de su dignidad, puesto que ni siquiera, cuando ya ha perdido todas las opciones y decide romper con sus principios, es capaz de cumplir su cometido. Pero no nos apresuremos y veamos un poco más del mundo que nos ofrece De Sica.
El film nos sitúa en plena crisis de posguerra. La cesantía arrasa con los hogares italianos. Masas de hombres desesperados se amontonan ante las puertas de cualquier posibilidad de trabajo. Antonio Ricci es uno de ellos. La oportunidad aparece para él y todo lo que necesita es una bicicleta. Su tarea, pegar carteles en las calles de Roma, cargando un pote de pegamento y una escalera, pero no cuenta con la bicicleta, al menos no de forma inmediata, puesto que la entregó a la casa de empeño pública. Al volver a casa con la noticia, y con la esperanza, su esposa María actúa. Saca las sábanas de las camas y decide venderlas. A pesar de todas las necesidades, la angustia y la desolación – emoción que De Sica se preocupa de provocarnos a través de panorámicas de calles áridas, perdidas, llenas de miseria, y también con tomas de detalle que muestran los escasos muebles que ha sobrevivido a la venta, como náufragos navegando en medio de casas sucias y derruidas- el hogar de los Ricci aún conserva amor, unidad y dignidad. Allí está el bebé, arropado humildemente arriba de una mesa, allí está el pequeño Bruno (¿5, 6 años?), quien admira y ama a su padre y, entonces, aparece la oportunidad y el mundo se llena de ilusión, solo basta sacar la bicicleta y el todo tomará sentido volverán a comer de manera regular, volverán los días de fiesta y el compartir de una familia que está al borde a la disolución. La bicicleta significa la movilidad, el salir de un mundo a la deriva para entrar en la estabilidad, pasar de la incertidumbre a una realidad de esfuerzo sostenido, pero donde la vida es posible.
Y todo marcha. La Bicicleta es rescatada del empeño. Pero olvidan algo. En este mundo nada es gratuito. María quiere agradecer a la Santona, pitonisa de tercera categoría que predice obviedades y lucra de la superstición popular, el favor concedido por las fuerzas desconocidas que gobiernan el mundo. El agradecimiento no se concreta, un poco por el apuro de Antonio, un poco por la debilidad de María.
Primer día de trabajo. Todas las esperanzas están puestas en la bicicleta, sin ella no hay trabajo, sin trabajo no hay sustento, sin sustento no hay vida; en esta serie de cosas, la bicicleta viene a ser como la primera causa, la que permite la existencia. La exageración es irracional, pero concreta. Y, sin embargo, un descuido y la bicicleta es robada. Para Antonio el mundo se derrumba y él se derrumba ante nuestros ojos. Notables son los primeros planos de De Sica: Un Antonio de puños apretados, gira, irresoluto, vuelve sobre sus pasos, persigue al posible ladrón, la ha visto, pero se confunde, se pierde. Vivimos su perplejidad y rabia. Desolado vuelve a casa e inicia la búsqueda. Pide ayuda.
Un pariente, con ciertas conexiones en el bajo mundo, lo orienta hacia los mercados de reducidores de bicicletas. Muy temprano, Antonio parte en la búsqueda acompañado de su pequeño hijo Bruno, quien, en un papel conmovedor, está dispuesto a apoyar a su padre –su modelo, su guía- en toda circunstancia. Pero otra vez el mundo se muestra como algo ingobernable e incognoscible.
La búsqueda en el mercado es imposible. En primer lugar, el pariente que prometía y ofrecía confianza, en el fondo, no tiene el conocimiento ni el dominio de la situación, solo pretensiones de sabiduría. En segundo lugar, la multiplicidad es tan amplia, tan minuciosa – hay cientos de bicicletas iguales, similares, parecidas-, además descompuesta – la bicicleta ya no es un todo, fue desarmada- y, finalmente, deliberadamente oculta -¿estará pintada, el número de serie borrado? De hacer una lectura epistemológica de “El Ladrón de Bicicletas”, deberíamos señalar que De Sica es un escéptico: el conocimiento no es posible, puesto que no tenemos capacidad para predecir el futuro (el tío que no puede cumplir su promesa), puesto que nadie sabe qué pasará en el futuro (ni siquiera la Santona quien dice “yo solo veo lo que veo”, así, nada se puede afirmar); tampoco es posible hacer distinciones y, por si fuera poco, el “genio maligno” cartesiano campea, oculta, miente y transforma a su antojo.
De alguna manera, Antonio es el racionalista ingenuo que creo que el conocimiento es posible si se sabe buscar. Como si fuera un Kant lleno de urgencias, Antonio estima que podemos conocer si utilizamos las categorías apropiadas y sabemos donde buscar. Pero De Sica nos presenta la realidad de otra manera y se encarga de demostrarnos nuestro error. La secuencia de búsqueda en los mercados es impresionante, en los fundidos, en los paneos de cámara sobre cientos de repuestos de ruedas, bocinas, timbres, bombines, frenos, gomas, rayos, etc. Junto a la amenaza. Y allí está lo central. Están los otros, otros que pueden cambiar las circunstancias, otros que tienen más poder y capacidad de manipular y manipularnos.
Así la búsqueda se convierte en persecución, como era lógico en este mundo fragmentado e irracional que nos ofrece De Sica. Antonio atisba al ladrón de su bicicleta, lo persigue, sin darle alcance, pero tiene a mano a un posible cómplice a quien sigue y encara. Se trata de un pobre vejete miserable que salva su estómago en la misión de la iglesia, hasta donde Antonio, seguido de Bruno, quien no se le despega, llega a buscar la información que necesita. A forcejeos obtiene un dato, escaso y prácticamente inútil, de la localización del ladrón.
Padre e hijo hacen una pausa en este mundo de escepticismo vital. Antonio, en su desesperación, las emprendió contra su propio hijo, golpeándolo en parte por perder de vista al vejete, en parte por desahogo de su propia frustración y, sobre todo, porque necesita reencontrarse con alguien en este mundo de desamparos. Y así lo hacen. Comparten un modesto pan y vino junto a la mesa de los ricos. Por un momento la vida parece posible y Antonio le dice a Bruno, lleno de optimismo, “podemos hacer lo que se nos dé la gana porque somos hombres”. ¿Podemos?
Podemos o es solo enajenación. Parece que ni los poderosos pueden. Es notable la escena en la iglesia, donde lo único que queda es suplicar (¿una fórmula elaborada, nada más, de la superstición? ¿La Santona en versión superprime?). Recordemos la secuencia de Antonio persiguiendo al viejo por los pasillos del templo sucio y decadente, llegando a puertas clausuradas o bloqueadas por rumas de santos derruidos. El mensaje simbólico es evidente: no hay salvación, solo una esperanza infundada –aquello que solemos llamar fe- en que todo en algún momento, por obra de no sabemos quién y por intermediación de tampoco sabemos quién, aparecerá una esperanza.
De Sica tiene un cierto toque de crueldad, o masoquismo, o sadismo o, tenemos que admitirlo, una mirada realista del mundo; y la realidad suele ser cruel. La esperanza solo aparece para hundirnos aún más y mostrarnos lo patéticos que somos al creer que tenemos algún dominio del mundo. Y la esperanza efectivamente regresa. El ladrón es avistado por Antonio y creemos que, por fin, se hará justicia., por los menos para alguien. El ladrón, atrapado en su propio laberinto – el prostíbulo- , sufre (¿simula?), una vez en la calle, un ataque. Antonio pide, otra vez, ayuda, en esta ocasión interviene la justicia, un poder que quizá nos pueda orientar. Pero el sin sentido vuelve: “¿Tiene usted testigos que apoyen su testimonio? ¿Existe alguna prueba, fuera de su propia versión, acerca de la culpa de este individuo?” Le dice el policía a Antonio y a éste, sin opciones, solo que le queda la resignación y, desde luego, la rabia y el resentimiento. No tiene pruebas, tampoco poder para enfrentar a la multitud que protege al ladrón, ni un testimonio que pueda salvarlo.
Fracasada la búsqueda, y también la persecución, queda el retorno al azar y, por esa vía, a la superstición. Antonio y Bruno, perdidos en mundo de perdedores, van donde la Santona, quien tampoco tiene respuestas. Las opciones se agotan –“si no la encuentra hoy –dice la vidente- no la encontrará nunca”. La bicicleta está irremediablemente perdida y, por tanto, ahora ya no hay más qué hacer.
La pérdida nos lleva a la búsqueda, la búsqueda desesperada a la persecución y, fracasada la persecución, nos queda solo una cosa: la transgresión, ir más allá de nuestros límites, romper nuestros esquemas. En el clímax del film vemos a un Antonio, siempre junto a la inocente compañía de Bruno, diminuto Sancho Panza que acompaña a su padre, Quijote, mientras se adentra en la irracionalidad, decimos, vemos a Antonio, a este San Antonio, en su última tentación, el robo. Está allí, al alcance, la solución a todos los dramas. Una bicicleta disponible, fácil, ahora la multiplicidad puede jugar a su favor. Allí está la multitud que sale del partido que puede camuflar su ruptura con los valores que conocía. Pero, es atrapado en plena acción y el perseguidor se transforma en perseguido y, una vez cazado este “ladrón de bicicletas”, solo lo salva del castigo la mirada del hijo frente a los otros. “Debería darle vergüenza darle este ejemplo a su hijo”, le dicen a Antonio los captores y, acto seguido, lo liberan.
¿Qué queda finalmente? ¿Qué rescata De Sica del mundo? Solo eso, la relación humana, la inagotable búsqueda de los hombres por su subsistencia en una realidad hostil. De este pesimismo brutal, sustancial a toda vida humana, queda eso, la misma vida humana, las relaciones con nuestros seres queridos y la lucha por mantenernos juntos. De la inclemencia metafísica – no podemos conocer-, de la pérdida del valor en la transgresión –no podemos mantenernos ontológicamente inocentes; de la fe convertida en superstición o en administración burocrática de las creencias, tal como hace la Iglesia; de la convivencia humana, convertida en enajenación en la masa (veáse los fanáticos del fútbol), solo nos queda la compañía cercana, el lazo padre-hijo, un mito que se repite, Ulises y Telémaco, un hombre y un niño que van lentamente, caminando de la mano hacia un crepúsculo en una ciudad que, irónicamente, está atestada de bicicletas y, mientras todo va oscureciendo, en la pantalla aparece lentamente la palabra “fine”.
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